Beatrice.
Tenía tan solo 14 años cuando la vida tan feliz y jovial que
tenía en mi hogar, España, se derrumbó, y no cacho a cacho, si no que me la
arrancaron de cuajo.
Vivía cerca de la plaza de las monjas en una ciudad no muy
destacada del país, llamada Huelva. Aunque no fuera una ciudad muy bonita era
mi ciudad, y la gente fueras donde fueras te conocían, los robos no eran
frecuentes y la pobreza se disimulaba con una sonrisa.
Me recordaba a Venecia, aunque de belleza le faltaba mucho,
pero en ella habitaba y todavía habita la desembocadura de dos ríos famosos de
la zona, el Tinto y el Odiel.
A veces me sentaba en unos escalones del puerto para poder
ver desde un punto de vista fijo todo el camino posible de los ríos. Se veía en
una orilla como los barcos de vela o de motor, piraguas y lanchas navegaban por
él, algunos porque eran pescadores, otros porque practicaban deporte y otros
por puro placer. En otra orilla se encontraba a gente bañándose en familia o
haciendo castillos defectuosos de arena seca.
Luego, aunque no lo veía desde allí, sabía que al final del
puente que llevaba a la otra orilla de la desembocadura se encontraba una
especie de marisma donde distintas especies de aves se alimentaban.
Me pasaba las horas sentadas al borde del puerto, donde si
me despistaba podía caerme a los pies de algún barco, casi los podía tocar.
El olor a pescado no solía gustar a la gente, pero aquella
mezcla de sal, humedad y pez para mi era reconfortante. Otras veces, cuando podía, me quedaba viendo
a los pescadores llegar al caer el sol, como ya he dicho, me pasaba allí la
mayoría de las horas, ya que mi padre trabajaba en una gran empresa de minas,
en río Tinto, un pueblo un poco más alejado de la capital, por lo que lo veía
poco y mi madre, en paz descanse, falleció a la hora de tenerme, no tengo
recuerdos suyos, nada más que fotos en banco y negro y retratos de mi padre que
le hacía en la playa mientras ésta se bañaba.
Cuando no pasaba las horas observando los barcos y a las
personas bañarse en la orilla de los ríos me iba con mis amigos.
Suelen decir que los niños deben jugar juntos, pero yo me
consideraba especial, pues no conocía apenas niños ni niñas en mi barrio, por
lo que me relacionaba con otra gente.
Estaba Pepe, José, Luis, Eduardo... todos ellos eran pescadores del puerto que me
habían cogido cariño, incluso cuando les cogía de buen humor me montaban en sus
barcos y me enseñaban curiosidades sobre el mar. También tenía amigas, claro,
todas ellas mujeres que le compraban pescado a los pescadores, María, Magdalena,
Eugenia, Paqui... todos esos eran sus nombres.
Algún tiempo creí que se compadecían de mi soledad, pero
luego aquellos pensamientos se disolvieron con el tiempo y me limité a
divertirme mientras crecía con todos ellos.
La escuela no era algo que me hiciera mucha gracia. Iba a
una escuela privada de monjas donde debía llevar uniforme, y rezar dos o tres
veces al día, jamás entendí a quién rezábamos, pero de todos modos jamás me
quejé, pensando que si mi madre estuvo en el colegio aquél sería por algo.
Solo estábamos niñas, niñas tan refinadas que sus padres
solo la sacaban de casa para exponerlas ante sus amigos, pero en clases, cuando
conocías a las niñas cada una tenía un espíritu de libertad diferente, y casi
ninguna quería acabar como sus padres, y todas, al fin y al cabo, me llegaron a
caer bien.
Un día de verano, me dio por no ir al puerto, tampoco quería
ir a la playa ni al centro.
Decidí quedarme en casa esperando a mi padre, el cuál por
ser verano tardaría unas horas en venir.
Llegó antes de lo normal, mientras que yo dibujaba alguna
tontería en uno de los recibos caducados.
Mi padre me observó por un momento melancólico y no quería
detenerlo, sea lo que sea aquella mirada tenía algo que no me hacía gracia.
Lo observé yo a él sonriendo, pero cuando se intercambiaron
las miradas se escondió en la habitación dónde lo descubrí haciendo la maleta.
-¿Qué ha pasado? –pude preguntar.
-La empresa ha cerrado – no me sorprendí por aquellas
palabras, nos temíamos aquello desde el principio. España todavía se estaba
recuperando de la guerra civil, y teníamos una especie de dictador al mando el
cuál, por lo que yo entendía, tenía tanto cosas buenas como malas, nunca
pregunté si tenía más malo que bueno.
Mi padre seguía haciendo la maleta, lentamente.
-¿Qué haremos entonces?
-Me mandaron una respuesta, aquella oficina que te comenté
de Londres. –Mi padre era alguien listo e inteligente que sabía apañárselas en
los momentos de crisis, por lo que al temer la caída de su antigua empresa,
envió una carta en busca de algún empleo en el extranjero, con la oportunidad
de aprender un nuevo idioma y de empezar de cero, porque aunque no me lo ha
dicho, la ciudad le recuerda a mi madre, todo lo que hay en ella, desde la
playa hasta las montañas, en todos sitios tiene algún recuerdo de ella.
Tardamos una semana en cruzar en autobús el país, contando
las paradas que hicimos.
Luego, al llegar a Inglaterra nos resultó fácil llegar a
Londres por tren y alojarnos, en un hotel de 2 estrellas solo temporalmente.
Seguía siendo verano, pero echaba de menos el colegio, por
la cuestión de hacer algo por las tardes. En Londres no había nada que hacer,
pues mientras que mi padre negociaba sobre un posible empleo yo quería
investigar por las calles, pero no me lo permitía el miedo, yo me crié en una
pequeña ciudad, se podría llamar pueblo,
lo que había visto de Londres no tenía nada que ver con mi hogar.
Mi padre había quedado varios días con un hombre que le
prometía que le conseguiría trabajo, el hombre era español, como nosotros, lo
que le permitió a mi padre comunicarse mejor.
A los días de estar allí cada vez me aburría más, no
entendía a nadie, no podía leer nada porque tampoco lo entendía, me pasaba las
horas haciendo y deshaciendo la maleta, dando vueltas por la habitación e
imaginándome otra vez en el puerto de Huelva observando a los veleros por el
río.
Un día mi padre se levantó con un aspecto horrible, decía
que no había dormido, pero hasta para no dormir se le veía muy mal. Sus ojos
estaban rojos, rodeados por ojeras. La nariz la tenía taponada y roja del frío
que tenía en el cuerpo, aunque el decía que sentía calor.
La frente le sudaba pues la tenía ardiendo, intenté que se
tumbara pero él seguía diciendo que había quedado con aquél hombre que le
ofrecía empleo, pero al final, lo convencí.
Pasé un día de enferma, sin tener experiencia antes. Solo
sabía lo que se veía en las películas, y con eso era poco, tendría que haber
una manera mejor de poder bajar la fiebre.
Cogía toallas húmedas y se las enrollaba en la cabeza, le
daba muchos líquidos y para que se durmiera le cantaba alguna de las canciones
típicas de nuestro país.
Al día siguiente no había mejora, incluso creería que estaba
peor, incluso ahora solo dormía y tenía alucinaciones por la fiebre.
Al principio pensé “solo es fiebre” pero luego, en el
colegio me acordé que mucha gente antigua murió por fiebre, e incluso ahora si
no tenemos los medios indicados podría ser letal.
El miedo se apoderó de mi causándome lágrimas y llantos que
hacían que la mujer recepcionista del hotel me entendiera menos de lo que
podría.
-Por favor, ayúdeme. –pero era inútil hablar con ella cuando
mis palabras no tienen significado aquí. La sujeté del brazo y la llevé a la
habitación donde mi padre agonizaba. Al verlo corrió hacia él, y yo me coloqué
a un lado, noté como la fiebre le había subido solo con un roce hacia su
frente.
-Papá... –Mi padre no
habría ni los ojos. Miré hacia la
señora, que se la veía eufórica llena de pánico, supongo que ella tampoco se
había visto en una situación así.
Finalmente apareció un doctor, pues la recepcionista lo
llamó por teléfono para que viniera, o eso fue de lo que me enteré.
Lo miraba suplicante, intentando descifrar la mirada que le
dirigía a mi padre, pero me echaron de la habitación a los minutos después y me
tuvieron sin saber nada de mi padre durante horas.
A la mañana siguiente, se cumplió el sueño que mi padre
siempre había soñado “reencontrar a mi madre”. Estarán los dos juntos en alguna
dimensión, en algún sitio.
Yo por el contrario tenía que acostumbrarme a la soledad en
una ciudad completamente desconocida para mi, sin dinero, sin comida, sin un
lenguaje para comunicarme.
Las lágrimas eran mis únicas amigas cuando dormía en un
callejón de los más pobres de aquella capital.
Por las tardes escuchaba a la gente hablar y aprendía nuevas palabras, sobre todo de
saludo como “¿cómo estás?” “Mañana te veo”
Así seguía mi vida, viviendo en Londres entre callejones
oscuros, durmiendo tapada con cajas de cartón.
Aún tenía cosas mías, como mi collar de plata, el que heredé
de mi madre, o mis documentos personales, lo demás lo había tenido que vender
para comer.
No tardé mucho en aprender ha comunicarme a medias en
inglés, y así me resultó más fácil hacer amigos, aunque supiera que los amigos
que me había echado no eran los apropiados. Ellos me enseñaban a cómo
sobrevivir en aquella ciudad, me enseñaron que lo principal era comer y lo
demás caprichos. No temía a nada, pues todo lo importante para mi se había ido,
no tenía nada que perder, por lo tanto, ahora esos callejones oscuros llenos de
roedores no me parecían tan terroríficos y asquerosos al fin y al cabo.
Para sobrevivir necesitaba saber conseguir dinero, bien
robando, estafando o trabajando, claro que a mi edad todavía el trabajo estaba
casi descartado, me limité a sobrevivir en la ciudad estafando a personas y
limpiándoles el coche a señores mayores.
No me gustaba aquél modo de vivir, y todas las noches
cantaba canciones de mi ciudad natal para que una parte de ella no se perdiera,
pero en verdad lo hacía para no llorar.
Seguía durmiendo entre cajas de cartón y en invierno me
buscaba más mantas y normalmente me colaba en la azotea de algún edificio con
chimenea y principalmente vivía allí.
Tenía cuidado para que los policía no me vieran, más bien
porque no quería problemas, no ahora.
Miraba a las estrellas y me preguntaba si Huelva seguiría
siendo igual que antes, con aquellos barcos y los pesqueros, si el sol seguiría
lamiendo la mejilla de cualquiera al amanecer, o si la luna seguiría guiando el
camino de alguien. Luego pensaba en Londres, no está tan mal, más o menos hago
lo mismo que hacía antes, ahora también vivo cerca de un río, y aquí los
puentes son más bonitos y hay más espacio peatonal.
Aquí hay parques, y la gente es amable a la hora de ofrecer
comida o dinero sin nada a cambio. Luego
están las calles más de lujo, donde me doy largos paseos observando a las
personas y las tiendas. Mis ropas no son las adecuadas, lo sé, pero no es de mi
alcance conseguir la ropa que me apetezca, si no, ya tendría unas cuantas
tiendas en las que podría fijarme.
En cada sitio o rincón podría decir por lo menos 10 nombres
de personas, pues ellos me conocen a mi, y yo les conozco a ellos, en Navidad
normalmente, suelen ofrecerme varios sitios en donde comer y dormir, incluso
gente que me ha ofrecido cobijo durante todo el año, pero la ciudad es muy cara
y una persona gasta mucho por lo que siempre rechazo, esperando cumplir edad
para empezar de cero, empezar trabajando.
Así conseguí llegar a mis 18, sin dinero pero feliz, llena
de amigos, de anécdotas, llena de ganas por vivir ahora mejor que nunca, llena
de olvidar un pasado durmiendo en la fría acera o teniendo que robar el pastel
de alguien de una ventana, ahora, iba a conseguir hacer algo por el mundo, y
sabía que no sería gran cosa, pero al fin y al cabo, aquél trabajo me cambió la
vida.
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Mary.
Desde pequeña, siempre había conseguido lo que quería; y quizá eso había influido mucho en como se había desarrollado mi vida.
Había nacido en Dartford, una pequeña ciudad del sudeste de Inglaterra. No teníamos mar, pero sí un gran río de agua verdosa y fría. También había grandes bosques, verdes y llenos de animales. Aún me acordaba de la primera vez que me había adentrado en esos bosques; tenía seis años y había ido con mis padres y mi hermano a visitar a unos… como llamarles, amigos de mis padres. Nos sentamos a tomar el té y yo me aburría tanto que dejé que mi imaginación de niña volase y topé con la salida perfecta: un gran ventanal en el lado opuesto de la habitación. Me escabullí y salí por él, corrí por el jardín, salté la valla y me dediqué a investigar por allí. La inmensidad de aquel lugar me había enamorado y desde entonces iba todos los meses a jugar allí. Allí también me habían besado por primera vez y allí iba cuando me sentía sola.
Mi padre era uno de los empresarios más importantes de la ciudad, por lo que teníamos bastante dinero. Tenía un hermano, éramos como polos opuestos. Él era un auténtico remolino, siempre haciendo travesuras y buscando problemas donde quiera que fuese. Yo era un “ángel”, como decían mis abuelos, siempre dispuesta a ayudar a los demás. Era igualita a mi madre, pero con el pelo de mi padre. Tenía un espíritu libre y siempre me esforzaba al máximo.
Desde pequeña había sentido cierta fascinación hacia la soledad, la tranquilidad que esta aportaba y la capacidad que me proporcionaba para pensar. Pasé toda mi infancia haciendo lo que mis padres querían. Había ido al mejor colegio de la zona, rodeada de niños que eran copias en miniatura de sus padres, había trabajado mis modales y había aprendido a comportarme como una señorita. Desde los cinco años fui a hípica y a los siete me regalaron mi primer caballo, bueno, era un pony. Había ido a clases de ballet y a misa todos los domingos. Podría decirse que era una niña modélica. Siempre me había centrado en mis estudios, no iba a dejar que mis padres me lo pagasen todo, como hacían mis compañeros. Era la primera de la clase, mis profesores no tenían ninguna queja de mi. Y así fue hasta a hoy, ahora, el presente. A mis 18 años había decidido ir a la Universidad para estudiar lo que YO quería y lo que a MI me gustaba, no lo que mis padres opinaban que era lo mejor o lo que mis “amigos” me recomendaban. Y sí, “amigos”, escrito entre “ ”, porque, la verdad, esas personas no eran mis amigos, sólo las personas con las que me habían juntado mis padres desde pequeña y que ahora eran mi grupo de conocidos; me limitaba a salir con ellos de vez en cuando y escuchaba “todo” lo que decían, fingiendo interés mientras pensaba en cualquier otra cosa.
Muchas veces me hubiera gustado tener amigos de verdad, gente normal con algo que no fuera dinero en la cabeza; pero mis padres tenían un círculo de amigos, más bien socios, determinado, y yo no conocía a nadie fuera de él.
Me había mudado a Londres hacía muy poco, semanas atrás y, para mi sorpresa, mis “amigos” se mudaron también, para “estudiar”, y por estudiar, claro está, me refería a ir de fiesta y comprar. Estaba claro que yo no iba para eso, yo iba decidida a estudiar lo que yo quería, Filosofía. Ellos habían elegido un estilo de vida y yo otro, uno que creía que nunca podría tener.
Había nacido en Dartford, una pequeña ciudad del sudeste de Inglaterra. No teníamos mar, pero sí un gran río de agua verdosa y fría. También había grandes bosques, verdes y llenos de animales. Aún me acordaba de la primera vez que me había adentrado en esos bosques; tenía seis años y había ido con mis padres y mi hermano a visitar a unos… como llamarles, amigos de mis padres. Nos sentamos a tomar el té y yo me aburría tanto que dejé que mi imaginación de niña volase y topé con la salida perfecta: un gran ventanal en el lado opuesto de la habitación. Me escabullí y salí por él, corrí por el jardín, salté la valla y me dediqué a investigar por allí. La inmensidad de aquel lugar me había enamorado y desde entonces iba todos los meses a jugar allí. Allí también me habían besado por primera vez y allí iba cuando me sentía sola.
Mi padre era uno de los empresarios más importantes de la ciudad, por lo que teníamos bastante dinero. Tenía un hermano, éramos como polos opuestos. Él era un auténtico remolino, siempre haciendo travesuras y buscando problemas donde quiera que fuese. Yo era un “ángel”, como decían mis abuelos, siempre dispuesta a ayudar a los demás. Era igualita a mi madre, pero con el pelo de mi padre. Tenía un espíritu libre y siempre me esforzaba al máximo.
Desde pequeña había sentido cierta fascinación hacia la soledad, la tranquilidad que esta aportaba y la capacidad que me proporcionaba para pensar. Pasé toda mi infancia haciendo lo que mis padres querían. Había ido al mejor colegio de la zona, rodeada de niños que eran copias en miniatura de sus padres, había trabajado mis modales y había aprendido a comportarme como una señorita. Desde los cinco años fui a hípica y a los siete me regalaron mi primer caballo, bueno, era un pony. Había ido a clases de ballet y a misa todos los domingos. Podría decirse que era una niña modélica. Siempre me había centrado en mis estudios, no iba a dejar que mis padres me lo pagasen todo, como hacían mis compañeros. Era la primera de la clase, mis profesores no tenían ninguna queja de mi. Y así fue hasta a hoy, ahora, el presente. A mis 18 años había decidido ir a la Universidad para estudiar lo que YO quería y lo que a MI me gustaba, no lo que mis padres opinaban que era lo mejor o lo que mis “amigos” me recomendaban. Y sí, “amigos”, escrito entre “ ”, porque, la verdad, esas personas no eran mis amigos, sólo las personas con las que me habían juntado mis padres desde pequeña y que ahora eran mi grupo de conocidos; me limitaba a salir con ellos de vez en cuando y escuchaba “todo” lo que decían, fingiendo interés mientras pensaba en cualquier otra cosa.
Muchas veces me hubiera gustado tener amigos de verdad, gente normal con algo que no fuera dinero en la cabeza; pero mis padres tenían un círculo de amigos, más bien socios, determinado, y yo no conocía a nadie fuera de él.
Me había mudado a Londres hacía muy poco, semanas atrás y, para mi sorpresa, mis “amigos” se mudaron también, para “estudiar”, y por estudiar, claro está, me refería a ir de fiesta y comprar. Estaba claro que yo no iba para eso, yo iba decidida a estudiar lo que yo quería, Filosofía. Ellos habían elegido un estilo de vida y yo otro, uno que creía que nunca podría tener.
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Hola beatlemaniacas queridas, como veis nos hemos unido en una fic dos de nosotras: Mercedes, a la que todos conocéis, y Beatriz (yo).
Hemos creado esta historia que empezamos a publicar hoy y esperemos que os guste, de todos modos nosotras disfrutamos al igual creándola.
Mil saludos y un cuarto, Mercedes y Bea :D
Pero que lindas historias, me conmovió la primera :'( espero ue publiquen a menudo n-n si necesitan un personaje aquí esstoy yo XDDD :okay:
ResponderEliminarme gusto mucho mucho :3 saludos, besos y cuídense <33
Que hermoso :') 2historias tan diferentes y tan conmovedoras . Suban pronto y cuidense mucho
ResponderEliminarMe encanto, me encanto, me encanto, me encanto ah y otra cosa ME ENCANTO, ya las sigo, suerte c:
ResponderEliminarno fui el primer comentario :OKAY:
Suban pronto c:
no se como llegue aqui...XD pero solo puedo decir que me encontre con un fic muy genial! me encanto! ambas historias son geniales, pero la mas conmovedora es obviamente la primera, podria decir que hasta que saco una lagrima, es muy triste como una chica pasa de vivir en un pequeño pueblo de españa con su padre y algunas comodidades, a vivir en una gran ciudad en la cual solo vive miseria, es muy emotivo, lo bueno fue que tubo fuerza para salir adelante, y lo bueno es que ahora con 18 años podra salir adelante ya que podra trabajar, ¡me encanta!
ResponderEliminary la segunda, es muy buena,la tipica chica que vive en un mundo donde lo unico que importa es el dinero, lo bueno es que ahora en la universidad sera lo que ella realmente quiere ser...me ha encantado mucho, espero que subais pronto, (eso me sono español), pero buee...ajjajajaj las seguire ahora! ya que no quiero perderme ni un capitulo!
¡saludos a ambas! :D
Hola Chicas :D
ResponderEliminarBueno, para que veáis ya me estoy poniendo al día con vuestro FF para incorporarme en la historia.
Me encantó la historia de la señorita Queentero (es que me encanta que te pongas así *-*), super emotiva.
Y Mary, es la pija, que queréis.
A ver que historias de Groupies me encuentro por dentro del FF.
Un besito amores♥